Socialdemocracia en tiempos del populismo
La gran oportunidad para los socialdemócratas es evitar que después de la crisis todo siga igual
"Así no", ése es el mensaje que los electores europeos acaban de lanzar a la socialdemocracia de nuestro continente. "¿Entonces cómo?". Ésta debería ser la pregunta que se han de plantear con urgencia todos los partidos que se reclaman de esta ideología. Lo primero que han de hacer es superar la perplejidad derivada de no entender cómo en momentos de crisis, que afecta particularmente a su electorado natural, y después del espectacular derrumbe de la ideología neoliberal, no están ahí para recoger los frutos. Se ha sacudido el árbol pero otros se han llevado las nueces. De nada sirve que se diga que cada país es distinto y que las lecturas habría que hacerlas en todo caso a partir de cada una de las coyunturas nacionales particulares; ni que hay un amplio sector del voto de izquierdas que ha ido a otros partidos; o que las más simples y directas fórmulas de la derecha suelen tener una mayor capacidad de enganche en tiempos oscuros. Todo esto puede ser cierto, pero constatarlo sin más no va a sacar a la socialdemocracia de su letargo.
La ya acuñada tesis de que la izquierda ha perdido porque ha gobernado como la derecha o se ha aproximado en exceso a ella es verosímil pero tampoco es del todo exacta. Gracias a las políticas de Tercera Vía la socialdemocracia tradicional se recicló electoralmente en la época de la globalización y la crisis del modelo keynesiano. También al tomarse en serio las condiciones del marketing político en momentos de la democracia mediática. Ambas renovaciones fueron objetivamente necesarias y su éxito enseguida estuvo a la vista. Otra cosa es que muchos de estos partidos confundieran las prioridades y cayeran en las redes del spin, de las políticas de comunicación, más como un fin en sí mismo que como mero instrumento para transmitir su discurso. O que entraran en las rutinas electoralistas y sacrificaran principios a presuntos beneficios cortoplacistas siempre medidos exclusivamente a partir de supuestos estados de opinión. O que no ejercieran el liderazgo ni introdujeran la pedagogía necesaria para que los ciudadanos pudieran pensar la sociedad en términos distintos a como iba siendo definida por la derecha.
Sea como fuere, el hecho es que su discurso, ya bastante aligerado, acabó disolviéndose en las contingencias cotidianas de un sistema político más pendiente del pendenciero cuerpo a cuerpo de la lógica gobierno/oposición y otras rutinas de la política del día a día que de pensar en una auténtica alternativa. Más que identificarse con la derecha, sucumbió a las inercias sistémicas que gobiernan la forma de hacer política en las democracias actuales.
A pesar de todo, la situación está lejos de ser dramática. La crisis le ofrece una ocasión única para recuperar el brillo perdido. La gran oportunidad para la socialdemocracia es evitar que después de la crisis todo siga igual. Alguien tendrá que hacer un adecuado balance de lo que ha ocurrido, y promover e impulsar un nuevo contrato social ajustado a los nuevos datos de la realidad. Su gran baza consiste, además, en que es la única ideología política bien vertebrada internacionalmente y que bebe de un patrimonio valorativo que ofrece una magnífica guía para estos tiempos de desconcierto. Después de que todos los valores se hubieran reducido a una fórmula monetaria o a una miríada de particularismos identitarios, ahora en manos de un populismo de nuevo signo, la socialdemocracia tiene al menos un conjunto de ideas fuerza en las que se combina el respeto por la libertad y la iniciativa individual a un proyecto de cohesión y justicia social.
Su gran desafío consiste en redefinir los espacios que competen, respectivamente, al Estado y al mercado, en reorganizar las finanzas públicas para restañar las heridas abiertas en el grupo de los más desfavorecidos, en conectar las políticas nacionales a un compromiso con fines globales, en buscar alternativas viables al hasta ahora discurso único de la maximización de beneficios, en emancipar a la sociedad de los nuevos temores que tanto favorecen a los discursos populistas. No es poca cosa. Sobre todo, porque como se ha visto en las últimas elecciones europeas, un importante sector de los ciudadanos europeos les ha retirado su confianza. Y la confianza no se recupera sólo con discurso. Hacen falta también actitudes, una nueva forma de hacer política que no entre en contradicción con lo estipulado en la teoría. Ahí es donde está la causa de su declive y ahí es por donde debe empezar también su renovación.
Fernando Vallespín es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Madrid.
0 comentarios