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Tarancón, un cardenal reconciliador

Tarancón, un cardenal reconciliador

Por José María Martín Patino sj

Hace un siglo nacía en Burriana Vicente Enrique y Tarancón. Un muchacho travieso y vivaracho que desde los ocho años pensó en ser sacerdote y nada más que sacerdote. A los diez años ingresó en el seminario de Tortosa regido por los Operarios Diocesanos para quienes siempre guardó un gran afecto. No quiso ser misionero, ni jesuita, ni dominico, ni de ninguna orden religiosa. Dijo muy claramente a sus superiores que él sólo aspiraba a ser un cura como los demás. Su fino oído denunció pronto su facilidad y afición por la música. Le aconsejaron que dejara el piano para ser un cura «normal». Sin embargo, su primer nombramiento, una vez ordenado sacerdote a los 23 años, fue el de coadjutor-organista de la parroquia de Vinaroz. Andando los años, después de presenciar muchas entrevistas del cardenal con distintas personalidades, pude comprobar la admiración que suscitaba aquel «hombre esponja» que, sin pronunciarse sobre las cuestiones propiamente políticas, orientaba perfectamente a sus interlocutores. También, desde el comienzo, mostró una gran facilidad para expresarse por escrito y colaboró desde la adolescencia en el periódico tortosino «Times».

Los dos teclados, el de la máquina de escribir y el del piano, iban a marcar profundamente sus ratos de trabajo y de ocio dentro del agobio de los problemas acumulados. Los cientos de veces que acudí por oficio a su despacho, lo encontré entregado a uno de esos teclados. Cuando llegaron las horas difíciles, ya de cardenal de Madrid, yo le repetía la broma: «Haga gimnasia de hombros y no se preocupe tanto: usted sabe muy bien aparcar de oído». Esta costumbre de escuchar a todo el mundo, sin prodigar su propio parecer sobre la opinión del otro, fue uno de sus mejores recursos para ganarse muchos amigos.

Me bastan estos datos obligados para situar a Tarancón en la historia de la Iglesia española. Le han llamado «El Cardenal del Cambio» por sus intervenciones más sonadas como presidente de la Conferencia Episcopal y por tener que representar al Episcopado ante un Gobierno que mostraba una apreciable ceguera para entender el curso de la historia de la Iglesia. Quisiera destacar en esta memorable fecha centenaria su espíritu reconciliador.

Durante el último trienio de la Segunda República recorrió casi todas la diócesis españolas como propagandista de Acción Católica y miembro de la Casa del Consiliario, una obra ideada por D. Ángel Herrera, entonces presidente nacional de aquella organización distinguida por Pío X como participación en el apostolado jerárquico. Aquel mensaje optimista de un grupo de sacerdotes entusiastas chocaba con el pesimismo dominante en el clero español. «La Segunda República española brindó a la izquierda republicana y a su principal aliado político, el partido socialista, el momento que durante décadas habían estado esperando para hacer realidad sus sueños de progreso y modernización» (M. Álvarez Tardío). La fe en el progreso se presentaba como radicalmente incompatible con la cristiana. Tarancón llegó a persuadirse de que la guerra civil era inevitable. En vez de dialogar con la secularización y el laicismo, se quejaban de estos movimientos como si fueran huracanes de otros meridianos que atentaban contra la esencia de España.

Freno de exaltados

A Don Vicente le sorprendió la contienda en Tuy, donde suplía a su gran amigo Casimiro Morcillo en un curso de Acción Católica a sacerdotes. Allí se contagió, como el propio obispo de la diócesis, de los ideales de una supuesta cruzada que pretendía justificarse con argumentos medievales. En Galicia se mantuvo, sin embargo, a una cierta distancia. Pudo trasladarse a Burgos, donde su amigo Emilio Bellón había logrado reunir a un núcleo de jóvenes que trataba de dar nueva vida a la revista católica «Signo». En sus Recuerdos de Juventud destaca dos notas de esa breve estancia en la capital de la España nacional. Confiesa que tuvo que batirse en serio para serenar la exaltación de aquellos redactores: «La Acción Católica, como organización oficial de la Iglesia, no podía ser causa de división entre los cristianos y corríamos el riesgo de hacer imposible la tarea de reconciliación que la Iglesia había de asumir ineludiblemente cuando terminase la contienda».

Arengas militares

Pudo asistir a una manifestación para celebrar la toma de una ciudad por las fuerzas nacionales y quedó muy afectado por el trueque de papeles que se manifestó en los discursos del Capital General y del Arzobispo. «Las palabras del primero fueron como una oración. Dio gracias a Dios porque ayudaba descaradamente a las fuerzas nacionales. Pidió que el pueblo español conservase su fidelidad a la fe y al evangelio para continuar mereciendo la protección del Señor El discurso del Arzobispo se pareció más a una arenga estrictamente militar y guerrera. Y pedía al pueblo que ayudase a los militares para vencer definitivamente a los enemigos de Dios y de la patria».

Cuando se abrió el frente por el Ebro y las tropas llegaron hasta Vinaroz, Tarancón consiguió colarse en un camión militar que le llevó desde Zaragoza. Allí en su antigua parroquia contempló de cerca el odio que se había despertado entre los vencedores y los vencidos. El templo se llenaba de gente, incluso de aquellos que antes presumían de no creer en las prácticas religiosas. Los cristianos vencedores no querían saber nada de los vencidos. El resentimiento había acantonado al pueblo. Le llamaron para que ayudara a los que iban a ser fusilados. Pidió que antes fueran juzgados por un tribunal. Pero le respondieron secamente que la guerra tenía sus normas propias. Aquella noche quedó grabada en su conciencia y más de una vez le oí narrar aquel trágico relato. Le perseguía la duda de si aquellos hombres conservaban todavía una fe infantil, que después se había transformado en resentimiento contra los eclesiásticos.

A los 38 años fue consagrado obispo de Solsona. El obispo más joven del episcopado español se atrevió a publicar en mayo de 1946, dos meses después de su entrada, una pastoral en la que lamenta la confusión reinante. «Hoy se ven nuestras iglesias más concurridas que antes de la guerra, pero se dan muchos más casos que antes de matrimonios desavenidos, de familias rotas, de maridos infieles, de inmoralidades públicas y de muchachas corrompidas». «Parecía como si aquella guerra, que tenía caracteres de verdadera cruzada, hubiese de producir un cambio notable en las convicciones de los hombres . Pero aquella reacción de tipo puramente sentimental pasó presto y las cosas, en el terreno particular y privado, siguieron el mismo rumbo que antes, acentuado, como es natural, por los gérmenes de desorden y desmoralización que lleva consigo toda guerra . Mientras no consigamos que el odio desaparezca completamente, que el abismo se cubra, que los hermanos se entiendan y se amen, no es posible pensar ni en la grandeza material de nuestro pueblo, ni en su reconstrucción espiritual y religiosa».

Horas difíciles en Madrid

Tras cinco años de arzobispo de Oviedo y tres de Primado en Toledo, Pablo VI le pidió personalmente querenunciara al honor de Iglesia Primada y viniera a Madrid, donde le esperaban las grandes tareas señaladas por el Concilio. Aquí tuvo que pasar sus horas más difíciles. Asumió la presidencia de la Conferencia Episcopal por la muerte de D. Casimiro Morcillo (30-5-1971). Fue elegido tres veces, la tercera con más de los dos tercios de los electores. Un récord que no se ha vuelto a repetir.

Si en 1931 la Iglesia mendigaba la libertad que se concedía a todos los ciudadanos, ahora el gobierno franquista se aferraba al Estado confesional. La defensa de la libertad de religión frente a la terquedad de algunos ministros le obligaron a soportar entrevistas en las que el representante del Estado pretendía darle lecciones de catolicismo. El año 1973 fue especialmente duro para él: comenzó con la publicación, el 23 de enero, de la Declaración Colectiva sobre la Iglesia y la Comunidad Política, siguió con la manifestación del 7 de mayo -¡Tarancón al Paredón!-, terminó con los tristes acontecimientos que siguieron al asesinato del Almirante Carrero Blanco y se prolongó hasta marzo de 1974 con los intentos de expulsar de España a Monseñor Añoveros.

En septiembre de 1971 tuvo que presidir la famosa Asamblea Conjunta (obispos-sacerdotes), el más valiente esfuerzo de diálogo de los obispos españoles con sus sacerdotes. Fue precedida de una encuesta con un cuestionario de 268 preguntas a la que respondieron 15.449 sacerdotes, un 85 por 100. Allí se hizo un diagnóstico que reflejaba la falta de formación del clero y su clara oposición al régimen franquista. No gustó nada al gobierno, que utilizó todos sus resortes clericales para lograr un informe que sólo fue desautorizado con una audiencia larga y sincera de Tarancón con Pablo VI y una carta clarificadora del Secretario de Estado.

Durante la transición, el cardenal fue consultado por la inmensa mayoría de los líderes políticos de izquierdas y de derechas. Su homilía ante el Rey en la Iglesia de los Jerónimos marcó la visión nueva del Concilio en las relaciones de la Iglesia con el mundo y el poder político. En varios artículos de la Constitución, pero sobre todo en el 16, se expresa el gran pacto secular entre el Estado Español y la Religión. Creíamos entonces que se había logrado solucionar la secular «cuestión religiosa». Debimos de equivocarnos, porque no ha sido así.

José María Martín Patino sj Presidente de la Fundación Encuentro. Fue secretario del cardenal Tarancón

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