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Adicción al trabajo: malo para ti y para tu empresa

Adicción al trabajo: malo para ti y para tu empresa

Entre el 7% y el 12% de los españoles tienen una relación patológica con el empleo, por pasar demasiadas horas y hacerlo de forma compulsiva - No son más productivos y crean mal ambiente


¿Se siente culpable si no está en la oficina? ¿Siente ansiedad en sus momentos de libranza? Esto le interesa.

La cara visible de José, de 54 años, era la del médico de éxito con una envidiable trayectoria investigadora que había alcanzado la cima profesional. La oculta era la del enfermo que se refugiaba en el alcohol y los tranquilizantes para soportar el estrés de jornadas laborales de 16 horas. "Llegué a tomar nueve cañas de cerveza y cajas de tranquimazines al día". Hace unos 10 años tocó fondo y, como él dice, salió de la burbuja en la que vivía. Desde entonces ha cambiado de trabajo y ha bajado el ritmo, pero sigue tratamiento en la clínica Capistrano de Mallorca después de varias recaídas: "Es largo y difícil dejar el alcohol y las pastillas".

La adicción al trabajo es un problema que padecen, en distinto grado, entre el 7% y el 12% de los trabajadores, según los distintos estudios publicados en España. En esencia, consiste en "mantener una relación patológica con algo tan elemental y básico como el trabajo", como apunta José María Vázquez-Roel, responsable del centro Capistrano, especializado en el tratamiento de las adicciones. Y, como le sucedía a José, no es raro que vaya asociado con otras dependencias. El propio Vázquez-Roel apunta que en el 30% de los casos que atienden por abuso de cocaína, el problema principal es la adicción al trabajo.

Hasta hace un par de décadas había aspectos de esta conducta que no se veían con malos ojos, como destaca Mario del Líbano, investigador de la Universidad Jaume I de Castellón. No sólo por el sector empresarial -que, en parte, sigue sin advertir el lado más oscuro de este hábito- sino por distintos estudios que hablaban de una vertiente positiva relacionada con la elevada productividad de estas personas o incluso con la satisfacción que les proporcionaba estar volcados de forma absolutamente incondicional en su carrera profesional.

Sin embargo, las últimas investigaciones han echado por tierra estas lecturas. La más reciente, publicada por un equipo de investigadores dirigidos por Del Líbano y colegas de la Universidad de Utrecht el pasado mes de febrero en la revista Psicothema, ha servido, por un lado, para resolver uno de los problemas que ha perseguido a estos pacientes: la dificultad de afinar su diagnóstico. El artículo presenta un test relativamente sencillo de 10 preguntas, el DUWAS (Dutch Work Addiction Scale), dirigido a detectar los niveles de adicción de los trabajadores.

Pero, además, el artículo deja claro el carácter patológico de este comportamiento. "Hemos demostrado que la adicción al trabajo es un concepto negativo, ya que a mayor adicción existe una menor felicidad y una peor percepción de la salud que tienen estas personas", sostiene Del Líbano. En ello abunda José María Vázquez-Roel desde una perspectiva más clínica, fruto de la experiencia del tratamiento a decenas de pacientes: "El trabajo les destroza la vida, viven sólo por y para trabajar, por lo que su vida se convierte en algo absolutamente unidimensional. Sacrifican todo lo demás, ya sean aspectos tan importantes como la salud o la familia".

El estudio de las dos universidades, elaborado a partir de datos obtenidos de 2.714 trabajadores -de los que 2.164 son holandeses y 550 españoles- ha servido para delimitar el perfil del adicto al trabajo (los autores se refieren a la palabra anglosajona workaholic, algo así como trabajohólico) a partir de dos criterios.

Por un lado está el trabajo excesivo. Pero no basta con pasar 50 horas a la semana en la oficina, simultanear dos empleos, entrar el primero y salir el último del despacho o acudir habitualmente al puesto de trabajo los fines de semana y festivos. Además, debe ser un trabajo compulsivo. "Es gente que no puede dejar de trabajar y que si lo hace se siente ansiosa y culpable" apunta Del Líbano. "No saben qué hacer si no tienen trabajo y se aseguran tener siempre algo pendiente para poder mantener esta actividad de forma constante", añade. "Son sensaciones similares al síndrome de abstinencia de los consumidores de drogas", pero con una diferencia muy importante, "a un alcohólico se le puede prohibir que siga bebiendo, pero a un adicto al trabajo no le puedes impedir que siga trabajando".

Su perfil suele ser el de personas de 35 a 45 años que han alcanzado puestos de responsabilidad en sus empresas y que desempeñan tareas cualificadas. "Este tipo de trabajo proporciona mucha autonomía a la persona, de forma que puede dilatar a su voluntad los horarios de trabajo e imponerse las cargas laborales que quiera asumir", comenta el investigador de la Universidad Jaume I. Pero, además, se trata de personas con funciones "que ofrecen posibilidad de crecer, de potenciar la creatividad, de aprender, desarrollarse, evolucionar", características todas ellas muy estimulantes y con una potencial carga adictiva elevada. "Hay que tener en cuenta que, al igual que cualquier sustancia química que crea dependencia, esta actividad proporciona placer, alivio, una desconexión del mundo real, como sucede con los ludópatas o adictos al sexo", indica José María Vázquez-Roel. "La adicción apenas se da en trabajos rutinarios, ya que una labor menos cualificada ofrece menos retos y suele tener horarios más rígidos, además de que no puedes trabajar si no estás en la empresa o la fábrica", añade Del Líbano.

"Yo diría que existen dos perfiles del adicto al trabajo", comenta el responsable de la clínica Capistrano. "Por un lado están los obsesivos, personas muy perfeccionistas y exigentes que no saben delegar y quieren tener el control de todo; por otro, los narcisistas, que es gente muy ambiciosa y cegada por la obtención de poder". Entre estos últimos, el responsable del centro de rehabilitación destaca a los políticos. "De hecho", apunta, "ahora mismo tenemos a alguno de ellos en tratamiento; la política es muy adictiva". La adicción no distingue entre sexos, según el investigador de la Universidad de Castellón. "Últimamente hay una mayor proporción de trabajadoras afectadas, pero ello se debe al mayor acceso de la población femenina a altos cargos".

Además de los problemas que provoca este comportamiento en las personas que lo padecen, está el impacto que tiene en las empresas. "Es difícil de evaluar", indica Eva Cifre, que dirige, también en la Universidad Jaume I, un trabajo sobre las estrategias de recuperación frente al estrés y cómo afectan estas a la productividad y el bienestar psicológico de los trabajadores. "Se suele evaluar a partir de las percepciones de los supervisores, clientes y subordinados de estas personas".

A corto plazo, este tipo de personas ofrece un excelente rendimiento, de forma que, a primera vista, pueden resultar un perfil muy atractivo en los procesos de selección de personal. "Hasta hace poco era gente muy solicitada", admite Del Líbano. Sin embargo, a medio plazo, el ritmo de trabajo tan elevado que se imponen estos trabajadores y los retos tan ambiciosos a los que aspiran provocan que, al final, no puedan con las metas que se marcan. "Es gente que acaba comiendo mal, cuidándose poco, durmiendo de forma insuficiente...", por lo que su rendimiento cae en picado.

"Se acaban convirtiendo en un problema para sus empresas", añade José María Vázquez-Roel, que introduce un nuevo elemento: el mal ambiente que acaban generando. Se trata de personas muy competitivas que fuerzan a su entorno a seguir un ritmo muy elevado, que no saben delegar ni trabajar en equipo, por lo que cada vez se encuentran más aislados, de forma que generan un ambiente en sus empresas muy negativo y una tensión constante en sus relaciones con el resto de compañeros, como destaca Del Líbano.

A ello se suman los problemas personales que padecen en sus relaciones sociales, al reducir el círculo de amistades por no dedicar tiempo más que al trabajo, así como en su entorno familiar. "Hay estudios en Estados Unidos que reflejan una tasa de divorcios más elevadas en gente con este tipo de problema", según el investigador de la Jaume I, pero también tiene más riesgo de sufrir problemas de salud (cardiovasculares, gastrointestinales, incluso diabetes por episodios de estrés o emocionales).

Del Líbano advierte que es importante no confundir la adicción al trabajo con el compromiso con la empresa, que es "un concepto positivo". La diferencia fundamental entre estos dos comportamientos consiste en que las personas comprometidas, además de ser eficientes, tienen capacidad de desconectar de la vorágine laboral. Y es esta habilidad la que les permite descansar y, al volver al trabajo, mantener elevadas tasas de productividad.

"Es gente que sabe mantener el equilibrio entre el trabajo y su vida personal, de forma que el exceso de trabajo no les afecta a sus relaciones sociales ni familiares", apunta Del Líbano. Sobre esta facultad, la de recuperarse de la presión del trabajo, está preparando un estudio su compañera en la Jaume I Eva Cifre. No sólo sobre fórmulas de recuperación y cómo afectan a la productividad y el bienestar psicológico de los trabajadores; también trata de determinar cuáles son las claves que permiten a determinadas personas compatibilizar elevados ritmos de trabajo con un buen rendimiento, mientras otras personas caen en la ansiedad y la ineficiencia.

Una de las grandes especialistas en esta materia es Sabine Sonnentag, profesora de la Universidad de Constanza (Alemania). En sus estudios, alude a las distintas estrategias que ayudan a recuperarse del estrés laboral. Entre ellas está el distanciamiento psicológico, que consiste, por ejemplo, en irse de viaje o realizar actividades que sirvan de descanso mental como puede ser jugar con los niños. Los llamados procesos de relajación fisiológica (masajes, balnearios, yoga), o las denominadas experiencias de dominio, que consisten en desarrollar actividades fuera del trabajo que supongan un desafío, como puede ser actividades deportivas o el aprendizaje de una afición. A ellas añade las experiencias de control: actos en los que la persona sienta que lleva las riendas y que puede elegir, que pueden ser tan simples como ir a la compra.

En todo caso, no existen reglas genéricas que sirvan para todo el mundo. "Hay a quien le bastan 10 minutos de relajación para recuperarse, y quien necesita una hora", apunta Cifre.

La reflexión de Cristina Simón, decana de Psicología Organizacional del Instituto de Empresa también tiene que ver con el compromiso con la empresa, pero desde una perspectiva diferente. Apunta que tradicionalmente se ha identificado este comportamiento con las jornadas maratonianas. Ahora, sin embargo, "lo que se valora más es cumplir con los objetivos" e, incluso, "es hasta políticamente incorrecto" echar demasiadas horas. Buena parte de este cambio de tendencia no tiene que ver con las empresas, "que nunca te van a decir que dejes de trabajar y siguen identificando el compromiso con echar el resto". Tampoco con los efectos negativos que puedan generar estos empleados o jefes en su entorno, "que pueden llegar a convertir el trabajo en una olla a presión". El cambio ha llegado de la mano de una transformación en las dinámicas sociales: las nuevas generaciones valoran cada vez más el tiempo libre.

Ernesto Poveda, presidente de Recursos Humanos ICSA, coincide con esta idea. "Es un efecto rebote de los jóvenes en contra de lo que han visto en casa. Buscan una vida más equilibrada entre el trabajo y su vida privada". En ICSA, la empresa de selección de personal que dirige, lo ven a diario, asegura. "A pesar de la crisis, la gente joven es exigente en esta parcela y quiere tener otras compensaciones no remuneradas en sus empleos y te pregunta: ’¿Voy a tener tiempo para formarme o simplemente ir a pasear?". Poveda compara estas actitudes con las de su generación, quienes entraron en el mercado laboral en las décadas de 1960 o 1970 con una cultura empresarial muy distinta, donde lo "inhabitual" era salir antes de las 20.30 del trabajo. "En buena parte, esta tendencia la marcaron las multinacionales. Yo estuve en Ernst&Young en 1978 en Nueva York y era relativamente frecuente la gente que salía tarde para aparentar", apunta. "Es una cultura muy extendida, insana y que nunca desaparecerá al 100%". Ernesto Poveda añade un factor coyuntural que mediatiza el grado de dedicación al trabajo: el de la supervivencia. En una situación económica tan turbulenta como la actual, señala, buena parte de las pequeñas y medianas empresas -"que suponen el principal tejido empresarial"- no tienen más remedio que volcarse en el trabajo para salir adelante. "A medio plazo habrá que buscar un equilibrio entre la vida profesional y laboral; pero en estos momentos la urgencia es sobrevivir".

Cómo detectar la adicción al trabajo

Las universidades Jaume I de Castellón y la de Utrecht han elaborado un cuestionario para detectar la adicción al trabajo. Las respuestas se valoran con un punto (nunca / casi nunca), dos (a veces), tres (a menudo) y cuatro (siempre / casi siempre). Si la media final es superior a 3,3, existe una situación de riesgo.

1. Parece que estoy en una carrera contrarreloj.
2. Continuamente salgo del trabajo después que mis compañeros.
3. Es importante trabajar duro aunque no disfrute.
4. Generalmente estoy ocupado, llevo muchos asuntos entre manos.
5. Un impulso interno me lleva a trabajar duro, es algo que tengo que hacer quiera o no.
6. Dedico más tiempo a trabajar que a estar con amigos, a hobbies o actividades de placer.
7. Me siento obligado a trabajar duro, incluso cuando no lo disfruto.
8. Hago dos o tres cosas a la vez, como comer y tomar notas mientras estoy hablando por teléfono.
9. Me siento culpable cuando tengo un día libre.
10. Me resulta difícil relajarme cuando no trabajo.

Jaime Prats para El País.

Justicia de doble velocidad

Justicia de doble velocidad

Los pleitos se disparan en España con los mismos jueces - No hay forma de evaluar su rendimiento - El ciudadano paga la falta de recursos desigualmente: según donde vive


Si existe una imagen asociada a la justicia española es su lentitud. También está extendida la creencia de que los jueces españoles trabajan poco. Pero no es un diagnóstico suficiente, porque los males del sistema judicial, como los de la sanidad o los de la educación, responden a causas diversas que no se solventan únicamente con una mayor presencia del juez en su despacho. Como tampoco se resuelven los males endémicos del sistema sanitario exigiendo a los médicos que pasen más tiempo en los hospitales o a los profesores en los centros educativos, si, además, no disponen de los medios humanos y técnicos para trabajar en mejores condiciones.

¿Ha de permitirse que algunos jueces acumulen más de un centenar de casos pendientes sin que el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) tenga mecanismos eficaces de control más allá de las inspecciones rutinarias que sirven de poco y que se anuncian semanas antes? ¿Es tolerable que muchos secretarios judiciales pasen buena parte de su horario laboral en la sala de vistas mirando al techo, mientras el equipo de grabación cumple su función y da fe pública del juicio, en lugar de dedicarse a la gestión y tramitación de los procedimientos? ¿No debería exigirse a todos los funcionarios judiciales una mínima preparación antes de ponerlos a redactar escritos que a menudo revisa el juez porque no se fía de lo que ha de firmar? ¿No parece increíble que en plena época de Internet no exista un sistema informático que conecte un juzgado de Sevilla con otro de Barcelona, por ejemplo? ¿Es inevitable que cada día se desperdicien miles de horas de la jornada de policías, forenses y peritos antes de entrar a testificar un minuto ante un tribunal, situado en ocasiones en la otra punta de España, para decir que se ratifican en el informe emitido en su día, en lugar de declarar por videoconferencia?

Son algunos ejemplos de lo que ocurre con la justicia en España. La relación de preguntas podría continuar, aunque la respuesta sería siempre la misma: falta voluntad política para atajar los males crónicos. Y eso compete al CGPJ, al Ministerio de Justicia y a las comunidades autónomas. De unos depende el control sobre los jueces, de otros la política judicial y los secretarios judiciales, mientras una decena de autonomías tienen traspasadas las competencias sobre los funcionarios y los medios materiales, como el sistema informático.

Ahora no existen mecanismos de control eficaces sobre la labor de los jueces, su capacidad y dedicación que permita despojarlos del recurrente paraguas de la "independencia" que todo lo justifica, incluida la escasa dedicación al trabajo en algunos casos. Pero si no dan abasto por el colapso de expedientes que sufren, si no tienen sistemas informáticos eficientes, si los secretarios judiciales están infrautilizados y si los funcionarios no están formados es difícil que se invierta el panorama actual, en la que cada partido judicial es un reino de taifa. De esta manera, un mismo caso no sólo puede acabar de una manera o de otra en función del juez que a uno le toque, sino que el tiempo hasta obtener sentencia puede ser hasta cinco veces superior en función de dónde se tramite.

Así, por ejemplo, el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía tarda casi cuatro años en resolver un contencioso administrativo, mientras que en La Rioja el tiempo es de siete meses. Un asunto civil se resuelve en 10 meses en Baleares y de cuatro y medio en Navarra. Un juzgado de lo social de Canarias tarda 10 meses y medio en terminar un asunto, mientras que en el País Vasco y Cataluña lo hacen en cuatro.

Son algunos de los datos de 2008 extraídos de las memorias del Consejo General del Poder Judicial que avalan la doble velocidad de la justicia, según la jurisdicción de la que se hable, el número de asuntos que entran, el partido judicial y, cómo no, la dedicación de los jueces. Pero también de las condiciones en las que trabajan.

España es uno de los países de la Unión Europea con menor proporción de jueces. Un estudio del Consejo de Europa realizado en 2008 lo situaba en el número 38 de 47 Estados. La estadística del CGPJ indica que al iniciarse aquel año había en España 4.674 jueces, lo que supone 10,15 plazas por cada 100.000 habitantes, mientras que en 2001 eran de 9,57 plazas.

Ese ligero aumento de jueces ha ido acompañado de un desorbitado incremento de los pleitos. En la jurisdicción penal, por ejemplo, se ha pasado de 5,4 millones de casos registrados en 2001 a 6,6 millones en 2008. En ese tiempo, los asuntos civiles casi se duplicaron (de 892.965 a 1.708.762), y en la jurisdicción social se pasó de 323.390 a 420.699, sin contar la avalancha que ha llegado en los últimos meses por la crisis económica. Lo mismo ocurre en la jurisdicción contencioso administrativa, que ha registrado un aumento de 187.686 a 307.146 asuntos.

Y si se analiza lo ocurrido entre 2001 y 2005, cuando se disparó la población española, se comprueba que incluso disminuyó la proporción de jueces. En 2001 había 9,57 por 100.000 habitantes, y en 2005 eran 9,52. Aquella época coincidió con el segundo Gobierno del PP y el mandato del anterior Consejo General del Poder Judicial, cuando se planteó liquidar la Escuela Judicial, con sede en Barcelona, de la que salen cada año los jueces de toda España. El retorno del PSOE al poder reactivó el centro, y el ministro Francisco Caamaño se comprometió al asumir el cargo a la creación de 750 plazas judiciales en tres años.

"Un juez que trabaje 14 horas al día no puede ser un buen juez. Hay que acabar con esas situaciones", afirma la vocal del CGPJ Margarita Robles, quien también admite sin reparos que "la planta judicial está muy mal diseñada y existen grandes diferencias" en la carga de trabajo. Eso explica que conforme aumenta la experiencia del juez, disminuyen las horas que ha de dedicar al trabajo porque puede optar a destinos más cómodos: de un juzgado abarrotado de pueblo comparable al infierno se pasa a otro que puede ser el purgatorio. De ahí a la placidez de un juzgado o un tribunal de la Audiencia Provincial o al Tribunal Superior correspondiente. Solo unos cuantos alcanzan la gloria del Tribunal Supremo.

El nuevo CGPJ al que pertenece Robles lleva ya casi año y medio funcionando, y los jueces a los que se consulta siguen sin notar la nueva etapa, más allá del mercadeo de cargos entre el sector progresista y el conservador. Robles replica que "las reformas son complicadas, ningún Ayuntamiento ni comunidad autónoma quiere que le quiten juzgados, pero es evidente que en unos sitios sobran y en otros faltan".

El nuevo ministro de Justicia también lleva poco más de un año en el cargo. Se estrenó tras la primera huelga de jueces de la historia de España, el 18 de febrero de 2009, y su talante nada tiene que ver con el de su antecesor, Mariano Fernández Bermejo. Los jueces dicen que tampoco ha adoptado las medidas necesarias, excepto la supresión del llamado ascenso forzoso de juez a magistrado, que podía comportar en algunos casos que les enviasen a la otra punta de España.

Al igual que Robles, Juan Carlos Campo, secretario de Estado de Justicia, asegura que "no hay soluciones mágicas, sino medidas a corto y largo plazo", al tiempo que enumera los objetivos del plan estratégico que se presentó en septiembre de 2009. "Lo importante es que ahora vamos de la mano con las comunidades autónomas, el CGPJ y el ministerio", insiste. Pero la ciudadanía sigue sin percibir que haya mejorado el servicio. Campo repite que en esta ocasión va en serio, y recuerda que el 4 de mayo entrará en vigor una ley que saca a los secretarios de las salas de vista y los pone a trabajar de verdad, realizando tareas de trámite y gestión de los pleitos que ahora han de pasar necesariamente por el juez.

"Vamos a revolucionar el modelo de justicia actual", asegura Campo con un optimismo que no comparten las comunidades autónomas, que durante más de una década han sido incapaces ni siquiera de ponerse de acuerdo en un sistema informático que permita intercambiar información entre dos territorios distintos. Por no hablar de la escasa formación que tienen algunos trabajadores, especialmente los interinos. Y eso no depende del Gobierno central, sino de los autónomos.

Los jueces que hacen jornadas infernales de los que habla Margarita Robles no son una excepción. Corresponden a los primeros o segundos destinos y representan un tercio de la carrera judicial. Son 1.529 plazas, y las ocupan profesionales con menos de 40 años, con una proporción de dos mujeres por cada hombre (997 frente a 532). Para el 68,2% de ellos, es su primer trabajo, tras una media de cuatro años y cuatro meses preparando la oposición, dos años en la Escuela Judicial y la carrera.

Una parte de esos jueces no alcanza los 30 años, como Rosa Monrabà, titular del Juzgado de Primera Instancia e Instrucción número 1 de Balaguer (Lleida). Es un ejemplo de las nuevas promociones que se incorporan a la carrera y que dicen estar hastiadas de promesas políticas, de que las asociaciones judiciales se hayan convertido en agencias de colocación para mercadear con los cargos y de que nadie se ocupe de ellos. Esos jueces exigen condiciones dignas de trabajo antes de que se les cuelgue el sambenito de gandules. Monrabà, por ejemplo, trabaja en un juzgado que no se pinta desde hace dos décadas, donde el mobiliario es preconstitucional y donde los expedientes se extienden por los pasillos y el lavabo. Por las mesas de los funcionarios se acumulan más de 400 escritos pendientes de proveer. Es decir, que la juez decida qué hacer con ellos es mero trámite, pero son imprescindibles para que avance el pleito.

Ella califica su destino de asfixiante, porque asegura que sólo vive para trabajar desde que debutó en julio de 2007. Se ve como una turista de la judicatura, salvo que la maleta que acarrea a diario de casa al juzgado y vuelta está llena de expedientes.

Balaguer es un destino del que huye cualquier juez como de la peste, lo mismo que ocurre en decenas de juzgados. Basta ver el último concurso de ascenso de la categoría de juez a magistrado que resolvió el CGPJ a final de 2009 para comprobar que hay plazas a las que nadie quiere ir porque son un polvorín para la carrera profesional, además de alejarlos de su entorno familiar. Se ofertaron 123 plazas, y sólo se cubrieron 47.

Junto a ese colectivo de jueces que trabajan muchas veces en condiciones cochambrosas, hay también amplios sectores, la mayoría con más de una decena de años en la carrera, que tienen funcionarios especializados, ocupan destinos en los que la carga de trabajo es soportable y ejercen en edificios habitualmente dignos, con una plantilla estable de funcionarios experimentados y casi todos los medios técnicos y humanos que hacen falta. Con todo, a muchos de esos jueces les salen jornadas semanales de hasta 40 horas si se cuentan las que emplean para hacer los juicios, deliberar, escribir las sentencias, autos o recibir abogados. Tampoco faltan quienes apenas van al juzgado o la sección de la Audiencia que les corresponde y les sale gratis.

No existe el equivalente a un control de calidad de las resoluciones que se dictan, más allá del sistema ordinario de recursos. Es decir, que un tribunal puede modificar la sentencia que haya dictado otro, pero no existe ninguna vigilancia sobre los dislates de resoluciones que se dictan en ocasiones, ni tampoco se premian las que resuelven un pleito muy complicado que requiere una inmersión en cuestiones muy especializadas.

Tampoco existe un control de producción eficaz, más allá de los módulos que establece el CGPJ sobre la carga de trabajo deseable y que sólo sirve para hacer estadísticas. Porque no puede valorarse de la misma manera la tramitación de una demanda por un accidente de tráfico sin mayores consecuencias, que un pleito civil por un choque de dos aviones en el espacio aéreo alemán en el que murieron 72 personas y que, por esas cuestiones de la competencia judicial, acabó en un juzgado civil de Barcelona con los abogados de las compañías norteamericanas y cuya sentencia exige meses de trabajo.

138 euros brutos por siete días

La juez Marta Monrabà pasa una semana de guardia en Balaguer (Lleida) y otra celebrando juicios civiles y penales. Su juzgado también tiene las competencias de violencia doméstica, por lo que en un mismo día puede enviar a alguien a la cárcel, resolver un desahucio o juzgar un accidente de tráfico. Por siete días de guardia Monrabà cobra un plus de 138 euros brutos, 100 menos que cualquier funcionario de su juzgado.

"La diferencia entre el funcionario y nosotros es que ellos tienen sindicatos y de nuestros problemas no se ocupa nadie", se lamenta la juez de Igualada Rosa Font. Ella tiene más suerte que su compañera de promoción. No sólo porque entra de guardia una vez mes y no dos, sino porque la guardia la cobra a 303,62 euros brutos, también 100 menos que un funcionario.

El servicio de guardia obliga al juez a estar disponible las 24 horas y a permanecer en el juzgado de 9 a 14 y de 15 a 20 horas, de lunes a sábado, y hasta las 14 horas los domingos o festivos. El funcionario va de 9 a 14 horas. Las tardes y los festivos hacen turnos y ni que decir tiene que la responsabilidad de lo que ocurra recae en el juez.

Esos irrisorios complementos salariales están muy alejados de los 150 euros netos con los que se paga la guardia en Barcelona o Madrid. Si es guardia de detenidos dura 12 horas. En Barcelona se hace una guardia semanal, por lo que el complemento final es de 600 euros netos por cuatro días. Eso puede explicar la escasa movilidad que registran los juzgados de instrucción de las grandes capitales.

"Con cuatro millones de parados es muy delicado hablar de mejorar las retribuciones. La justicia española está viviendo la mayor revolución de su historia. No va a haber ningún ERE y todo el mundo va a salir beneficiado", afirma el secretario de Estado de Justicia, Juan Carlos Campo.

Ni en Balaguer ni en Igualada se descansa al acabar los siete días de guardia, lo que sí ocurre en las grandes capitales.

Pere Ríos para El País.

Las costuras de la sanidad revientan

Las costuras de la sanidad revientan

La crisis pone a prueba el sistema nacional de salud - Sin cambios, el modelo, aquejado de déficit crónico, puede zozobrar


La cobertura universal de un sistema sanitario muy eficiente es el sueño mejor cumplido del Estado de bienestar español. La crisis no ha frustrado (aún) esa realidad, pero hace vislumbrar el abismo de una situación estructural que, a largo plazo, pone en cuestión el sistema si no hay reformas: el envejecimiento de la población, la cronificación de enfermedades, la exigencia de más prestaciones y nuevos tratamientos más caros o un gasto farmacéutico que crece a niveles de récord hacen inviable mantener la eficiencia sin más medios o una gestión diferente.

La visita al médico ha dejado de ser una excepción en el día a día de los españoles. De concebirse como un sistema de último recurso y limitado a algunos colectivos al principio de la democracia, la sanidad se ha convertido en el elemento más universal del Estado de bienestar. Antes de que el doctor House irrumpiera en las pantallas de televisión, los españoles ya tenían una atención hospitalaria similar a la que se dispensa en la serie. Y, con matices -sobre todo de tiempo-, el sistema público ensaya ese modelo garantista. La diferencia está en la factura. Mientras que en la ficción estadounidense la abona el usuario, en España el sistema público se hace cargo de todo: una grandeza del modelo europeo que la crisis fiscal pone a prueba. La sanidad absorbe 60.000 millones de euros al año, lo que representa un 6% del PIB y un tercio de los ingresos que recibieron las arcas del Estado el año pasado. Y los gastos no dejan de crecer. ¿Hasta dónde estamos dispuestos a financiar? ¿Cuánto tiempo más puede sostenerse este modelo aquejado de un déficit crónico?

Los años de exuberancia económica han excluido del debate político la financiación de los servicios públicos, entre ellos la sanidad. Pero mientras la rentabilidad del ladrillo nutría las arcas públicas, el gasto médico crecía a ritmos muy superiores al de la economía (de dos dígitos en algunas comunidades entre 2003 y 2007, según datos del Ministerio de Sanidad). El envejecimiento de la población -en diez años uno de cada cinco españoles tendrá más de 65 años, según la OCDE- y la proliferación de enfermos crónicos, la mejora de la atención y el imparable avance tecnológico han encarecido un sistema que comenzó siendo básico y se ha extendido hasta constituir incluso un atractivo para extranjeros. En un momento en que la hucha del Estado arroja desequilibrios del 11,2% del PIB, uno de los mayores de Europa, se impone una reflexión sobre el gasto y el ingreso.

La financiación sanitaria "va a ser el principal quebradero de cabeza en la vida política y social de nuestro país", dispara Luis Ángel Oteo, experto de la Escuela Nacional de Sanidad, adscrita al Ministerio de Ciencia. La primera pista la otorga el reciente acuerdo sanitario alcanzado entre el Gobierno y las comunidades autónomas, que han exhibido aquí una agilidad para el pacto que parece imposible en cualquier otra materia. El coste de sufragar un sistema de calidad (alrededor del 6% del PIB, sin contar con las cantidades destinadas al sistema privado) y el crecimiento exponencial de esas partidas ha concienciado a los responsables políticos para intentar contener la hemorragia.

Nadie quiere hablar de lujos ni de despilfarro. Porque la asistencia española es más barata que la media. Con 1.816 euros anuales per cápita proporciona una atención integral a toda la población. ¿Qué seguro privado ofrecería prestaciones similares a ese coste? Representa la mitad que en EE UU, cuyo sistema, privado, resulta más oneroso que el público.

El secreto del relativo bajo coste español reside en los salarios de los médicos, que suponen alrededor de la mitad de los gastos del sistema. "No pagamos bien a nuestros profesionales. La retribución no es para tirar cohetes", expone Manel Peiró, experto en gestión de sistemas sanitarios de Esade. Aunque tradicionalmente la figura del funcionario despierte suspicacias, el personal sanitario no está especialmente bien remunerado, como lo demuestra el hecho de que en ocasiones los médicos en formación deciden emigrar a Portugal, con menor nivel de vida que España pero con mayores señuelos salariales. Hay países en los que los profesionales sanitarios no son funcionarios (en Reino Unido o Dinamarca), y las remuneraciones son mejores.

A pesar del ahorro en esa partida, el sistema arrastra un permanente desfase entre ingresos y gastos. Aun cuando las competencias sanitarias las gestionaba el Estado se tendía a presupuestar por debajo de lo necesario con la idea de que eso mantendría a raya las cuentas. No fue así. En la actualidad, los expertos apuntan a que hay unos 12.000 millones de euros de déficit sanitario acumulado -y que puede superar los 50.000 millones en 2020, según un estudio de la Fundación de Estudios de Economía Aplicada (Fedea)-, un término del que recela el Ministerio de Economía, pues al no haber unos ingresos específicos asignados, no cabe hablar de agujero. "Siempre ha habido una diferencia entre el gasto real y el presupuesto en torno al 10%", aclara José Martínez Olmos, secretario general de Sanidad.

Resulta difícil mantener esa brecha en el tiempo, máxime cuando las cuentas públicas se asoman al abismo. En noviembre la Comisión Europea pidió al Gobierno reformas en sanidad y pensiones -"dado el peligro que suponen para la sostenibilidad a largo plazo de las finanzas públicas"- frente al déficit. "El sistema así es totalmente insostenible: o se da un tijeretazo en el gasto o se suben los impuestos", resume Ángel Laborda, director de coyuntura de Funcas, la fundación de las cajas de ahorros. Es el sentir de la mayoría de los expertos consultados, que ofrecen alternativas en los dos capítulos.

Todos los analistas valoran la calidad de la asistencia y abogan por mantenerla, conscientes de que el reto demográfico no hará sino ponerla a prueba. Salvo alguna excepción, el rechazo a recortar prestaciones es rotundo. "No es posible ni deseable. Tendría incidencia en derechos individuales. Es muy complicado, sobre todo porque el nivel no es excesivamente alto", argumenta Alfonso Utrilla, experto en financiación autonómica de la Universidad Complutense de Madrid. En efecto, pese a los atributos del sistema, aún hay prestaciones básicas como la dental que no se ofrecen en todas las regiones. "Recortar prestaciones debe ser lo último", añade José Sánchez Maldonado, catedrático de Hacienda Pública por la Universidad de Málaga. Una opinión que compare la responsable de políticas sanitarias del PP y ex ministra del ramo Ana Pastor: "Deberíamos incluso aspirar a incorporar más".

La única voz discrepante en este aspecto proviene de Manel Peiró. Sin apuntar a un recorte en los servicios ya disponibles, el experto de Esade anima a "revisar las prestaciones nuevas que se van introduciendo" con la idea de que "algunas no entren". Peiró pone como ejemplo un sistema similar al de las aseguradoras, en el que "hay que ver qué entra". Con matices, ése es el sistema estadounidense, que el presidente Barack Obama ha intentado desterrar y que sólo en parte ha conseguido corregir para hacerlo más universal. Paradójicamente, uno de sus defectos es el alto coste público que genera sin garantizar una asistencia completa.

Lo que sí se hará a partir de ahora, según el plan del Gobierno, es analizar al milímetro con criterios de coste y eficacia cada nueva tecnología, medicamento o prestación que se incorpore al sistema. Algo que muchos echaron en falta cuando se introdujo en el calendario vacunal la inmunización contra el virus del papiloma humano. Un preparado que cuesta unos 400 euros y que no siempre libra a las mujeres de padecer en un futuro cáncer de cuello de útero. El debate sobre costes cuando lo que hay en juego son vidas siempre será polémico.

Más consenso genera la idea de recortar -o racionalizar, como gustan de decir los expertos- el gasto. Uno de los principales puntos de fuga es el capítulo farmacéutico. Ahí España no puede presumir de estar por debajo de sus socios europeos. El pago de recetas se lleva el 32% de los recursos sanitarios (el 25% en la Unión Europea). Las soluciones aportadas varían. La primera es fomentar el uso de genéricos -hay expertos que llegan a proponer una cobertura pública del 100% en esos medicamentos para disuadir el uso de los de marca-. También controlar las dosis, muchas veces desproporcionadas para la dolencia que se pretende atajar. "Uno de los retos pendientes es adaptarlas a lo que necesitan los pacientes. La unidosis es una medida eficaz que no supone recortes", reflexiona Ana Pastor. Ángel Luis Rodríguez de la Cuerda, director general de Aeseg, que agrupa a los fabricantes de genéricos, se queja de que en España estos medicamentos sólo representan el 9% del total, frente al 40% de otros países europeos. "El precio de los genéricos no crece pero sí aumenta el número de recetas por persona. Eso es lo que habría que controlar", reclama.

También hay quien sugiere que los pensionistas, exentos de cualquier aportación, sufraguen el medicamento como los demás en caso de gozar de rentas altas. "Hay pensionistas que cobran más de 3.000 euros [la pensión máxima apenas supera los 2.000 euros y la media se fija en 775, pero hay beneficiarios que disfrutan de otras rentas] y que no pagan nada por fármacos, y rentas de 600 euros al mes que pagan el 40% de la factura farmacéutica. No es equitativo. Hay que repensarlo. Todo lo que sea copago debe vincularse a la renta", esgrime Antonio Cabrera, de la Federación estatal de Sanidad de CC OO.

Más allá de esas medidas, hay margen para agruparse en una central de compras (que puede ahorrar un 20% de la factura, según el Gobierno), contener los salarios de los profesionales o frenar las contrataciones, como se ha acordado recientemente con las comunidades, pero no dejan de ser recortes modestos. En total, el Gobierno baraja un ahorro de unos 2.500 millones.

Pero una vez quede atrás lo peor de la crisis, la mayoría de los expertos abogan por aumentar los ingresos. Con el desplome de la presión fiscal (6,5 puntos del PIB) en los dos años de crisis, es imposible pensar en mantener el mismo nivel de prestaciones sin tocar los ingresos. Aunque subir impuestos podría resultar precipitado en medio de esta incertidumbre económica, muchos expertos creen que tarde o temprano habrá que hacerlo. "Hay que preguntarles a los ciudadanos qué quieren con el nivel de impuestos que tenemos", reta Máximo González, presidente del Consejo General de Colegios de Enfermeros.

De momento, la alternativa más mencionada es el copago. No tanto como vía recaudatoria, sino más bien como un elemento disuasorio del uso excesivo del sistema. Un par de euros o tres, señalan sus partidarios, invitan a pensar dos veces si la visita al médico es necesaria. Muchos países europeos explotan este sistema, que suscita la siguiente objeción: "¿Y si quien realmente lo necesita no tiene ni para ir?", se pregunta Sánchez Maldonado. "El riesgo de expulsar a gente que lo necesite es grande", responde el secretario general de Sanidad.

Mientras los economistas se avienen al menos a hablar de ello, en los médicos suscita un rechazo frontal. "No podemos introducir copagos. Estamos de acuerdo en delimitar una demanda que se desboca, pero tiene que haber alternativas", enfatiza Juan José Rodríguez Sendín, presidente de la Organización Médica Colegial.

Hay muchos tipos de copago: una cantidad fija sobre la consulta, un porcentaje del coste del servicio, un dinero que se adelanta y luego se reembolsa... Buena parte de los consultados considera que debería gravarse al ciudadano en función de su renta, lo que implica un importante coste organizativo (justificar rentas, crear un perfil específico para el usuario...) que disuade a la hora de aplicarlo. No obstante, dada la experiencia de otros países, quizá sea la vía por la que más fácilmente se encaminen los proyectos futuros.

Una deficiencia casi más pedagógica que real del sistema es la falta de recursos exclusivos, los llamados impuestos finalistas. La sanidad, ahora competencia de las comunidades autónomas, se financia con una cesta común que el Estado dispone para servicios básicos (educación, sanidad, dependencia...), financiada exclusivamente con impuestos. Cada comunidad asigna el porcentaje que quiere, al que puede añadir otros tributos de su propia cosecha. Un sistema que encaja bien con el estado descentralizado, pero que la mayoría de expertos se muestra partidario de modificar. Sostienen que debería haber una partida de presupuesto exclusiva para Sanidad. Carmen López, secretaria de Política Social de UGT, va más allá: "Todo el paquete de financiación sanitaria debe ir con carácter finalista al conjunto de las comunidades, así se haría un análisis real del gasto sanitario".

Caso aparte son los llamados impuestos finalistas, cuya recaudación se dedica sólo al fin para el que fueron creados. Y sólo el llamado céntimo sanitario sobre los hidrocarburos, aplicado en varias autonomías, tiene como fin la sanidad. Un sistema que algunos abogan por ampliar. "Los impuestos tendrían que ser finalistas. Debería acordarse entre las comunidades, para que todos supiéramos que ese porcentaje va al sistema", reflexiona Fernando Lamata, consejero de sanidad de Castilla-La Mancha, con gran trayectoria de gestión en ese campo.Seguramente los ciudadanos apoyarían asignar a la sanidad la recaudación de todo aquello que perjudica a la salud (el tabaco, el alcohol, los hidrocarburos). Y aceptarían de mejor grado impuestos exclusivos para financiar la salud que para otros fines más difusos.

Ese será el gran debate de los próximos años. Cómo financiar un sistema sanitario digno de los pacientes del doctor House -y codiciado por vecinos como los portugueses de Valença, que acaban de perder su centro y acuden al gallego de Tui- con unos recursos públicos víctimas del pinchazo inmobiliario. "No se puede hacer el milagro de los panes y los peces", concluye Ángel Laborda.

El País

No es un fracasado, es más sabio

No es un fracasado, es más sabio

La sociedad estigmatiza a los empresarios que cierran su negocio - El 50% de los españoles no emprende por miedo - Los bancos no dan segunda oportunidad


Han mirado al fracaso de frente. Se cansaron de trabajar para otros y apostaron todo su patrimonio y hasta sus relaciones personales para crear la empresa con la que soñaban. Pero no funcionó. Tuvieron que cerrarla. Una pesadilla de deudas y despidos. Y después, ¿qué? La mayoría vuelve al mercado laboral por cuenta ajena. Pero a algunos, a pesar de todo, aún les quedan ganas de volver a intentarlo. Son emprendedores que buscan una segunda oportunidad. Pero en la mayoría de los casos no les llegará. Los bancos ya no se fían de ellos. La sociedad no está dispuesta a perdonar el fallo. Los emprendedores españoles se lo juegan todo a una carta.

En España la tasa de actividad emprendedora (el porcentaje de población activa embarcado en un proyecto empresarial con menos de tres años y medio de vida) es del 5,1%. Un año antes era del 7%, según el informe GEM, un estudio mundial realizado por instituciones académicas de 54 países. El principal motivo para no emprender aquí: el miedo al fracaso. Más del 50% de la población asegura que nunca se lanzaría a abrir una tienda o un despacho propio porque teme darse un batacazo. Porque el fracaso sale caro. "Si no te sale bien, ponen una crucecita al lado de tu nombre. Y ahí se queda. Los bancos, los inversores, los medios de comunicación...", resume Alberto Fernández, profesor del IESE especializado en estrategia empresarial. La mitad de los que quieren reemprender tienen problemas para encontrar dinero con el que hacerlo.

Nada que ver con otros países. Según explica un gestor de inversiones de riesgo que pasó una larga temporada en EE UU, cuando allí llegaba un emprendedor le preguntaban cuántos fracasos había tenido antes. "Si era su primera empresa, le ponían pegas, porque no sabía a qué se enfrentaba. Si tenía más de cinco fracasos, mal también. Demasiado riesgo, porque está claro que no había aprendido de sus errores. Entre dos y tres cierres, estaba bien visto", recuerda. En ese país, tierra de pelotazos empresariales y grandes ideas salidas de un garaje, no se premian los fracasos, pero sí se entienden como parte del juego.

El caso es que la historia empresarial está llena de ejemplos de que las segundas oportunidades pueden merecer la pena. Thomas Edison fracasó en 10.000 experimentos antes de dar con el filamento ideal para su bombilla incandescente. Richard Brandson (creador de Virgin) tuvo dos empresas fallidas antes de saborear el éxito. Incluso Google, el gigante de Internet, ha desarrollado o comprado proyectos que ha tenido que cerrar por su escaso interés, como Jaiku, una herramienta parecida a Twitter que duró dos años en sus manos.

En España, dice Fernández, ir a concurso de acreedores es todo un drama. "Esta fórmula, la antigua suspensión de pagos, se ideó en realidad para garantizar la viabilidad de las empresas. Hay algunas compañías que se ven obligadas a cerrar, pero la culpa no es de una mala gestión, sino del entorno, las deudas de otros proveedores o mala suerte. Pero aun así, ya quedan marcados. Según un estudio de una consultora, sólo el 2% de las empresas que entran en concurso acaban saliendo adelante. Esto es una prueba de que aquí se paga caro fallar", argumenta. Los bancos, y hasta el vecino, mirarán mal a partir de entonces al ex empresario. "No debería ser así, porque para eso están los jueces. Ellos son los únicos que deberían valorar si en el cierre ha habido una mala gestión o han incurrido otras circunstancias", defiende. Incluso cuando la culpa no fue del empresario, ¿por qué no le perdonamos?

Es por el carácter latino, explican los expertos. Los anglosajones suelen ver la botella medio llena después del desastre. Cuanta más cultura emprendedora hay en un país, más fácil es que inversores y sociedad sean más comprensivos cuando las cosas no salen bien. También tiene que ver, coinciden varios entendidos, con el apego a la seguridad laboral. En España se valora mucho la estabilidad. Y el empresario, cuando falla, arrastra a otros al paro y, en algunos casos, a sus familiares a una mala situación económica. Algo que, si se hubiera hecho funcionario, no hubiera ocurrido. "Hay una clara relación entre los niveles de actividad emprendedora y la flexibilidad laboral en un país", defiende Ignacio de la Vega, del IE Business School. Estados Unidos es el paradigma de un extremo: hay muy poca seguridad laboral cuando se trabaja para otros y por eso la gente no ve riesgos al montar una empresa. Al otro extremo, España, donde la seguridad laboral es alta (lo que De la Vega y Fernández califican de un mercado laboral muy inflexible), montar una empresa es cosa de locos o soñadores.

"Yo creo que sí que ha mejorado un poco la situación. El estigma esta ahí, sobre todo de cara a los bancos. Pero muchas redes de inversores ya empiezan a valorar que un cierre no es un fracaso, sino bagaje", explica De la Vega. "No hay que olvidar que el 35% de la mortalidad empresarial no es porque vaya mal la compañía, sino porque la absorbe otra más grande o simplemente porque el dueño encuentra una oportunidad interesante trabajando para otros", apunta.

Su escuela de negocios ha llevado a cabo, a través de la plataforma GEM en España que lideran, un estudio para analizar el clima de la segunda oportunidad para emprender en España. El resultado es aplastante: el 64,2% de los que fracasaron una vez no piensa volver a intentarlo. Sólo un 14%, un año después del cierre, ha puesto otra iniciativa en marcha. Los principales problemas que señalan para reemprender son la falta de financiación (el 50,7%), la crisis (el 30%) o los impuestos (el 27,4%).

El estudio recoge además impresiones concretas de empresarios. Muchos explican que "los bancos no les conceden créditos porque aún están endeudados en relación con la liquidación del negocio anterior". Otros subrayan que el problema es que las entidades "no confían" en que su idea sea viable. Los más positivos señalan sin embargo que al tiempo que los bancos se lo ponen más difícil, sí han encontrado nuevas vías de financiación, como los business angels, inversores particulares que se agrupan para buscar y financiar iniciativas que consideran innovadoras (el 14% cuenta con dinero de estas redes). La Unión Europea lleva años advirtiendo a los Estados miembros de que es necesario reavivar la cultura empresarial, especialmente ahora que las economías están en recesión. Por eso, además de pedir que se fomente en la escuela el espíritu emprendedor, recomienda que se implanten medidas de ayuda a los que prueban una segunda vez. En la Small business act (una lista de recomendaciones aprobada en 2008 para potenciar la pequeña y mediana empresa) pedía a países y regiones que faciliten medidas para que "los empresarios honestos que tuvieron que afrontar una bancarrota reciban rápidamente una segunda oportunidad". Honestos, o lo que es lo mismo, cuyo fracaso no está relacionado con malas prácticas de gestión, acciones ilegales o que no salieron corriendo dejando colgados a proveedores y empleados.

Sin embargo, las líneas de crédito o subvenciones especiales para reemprender, en general brillan por su ausencia. Como mucho, algunas comunidades ofrecen formación algo específica. "La cultura del emprendedor no está arraigada en España. Aquí hay muchos emprendedores carambola", dice Fernando Trías de Bes. Este economista y profesor de ESADE dedicó un libro entero (El libro negro del emprendedor) a los errores más comunes que cometen los que empiezan, y recoge muchos ejemplos de segundos éxitos. Los emprendedores carambola son aquellos que, explica De Bes, no están motivados, sino que encuentran un motivo puntual. De éstos sí hay bastantes. "Ven la necesidad de hacerlo porque se han quedado en la calle o porque un amiguete les ofrece el negocio con el que se harán ricos", explica. Pero emprender "no es probar suerte". Ser un verdadero emprendedor no tiene nada que ver con conseguirlo a la primera, sino con volver a intentarlo. En Estados Unidos, antes de llegar a un triunfo cada emprendedor tiene 3,75 fracasos de media, según recuerda. "El auténtico emprendedor repetirá una y otra vez. Aprende de sus errores, porque cada fracaso duele al bolsillo, y eso cala. Y se nota que no parará hasta conseguirlo, porque tiene un brillo especial en los ojos", defiende.

Si existe ese brillo especial en la mirada de los emprendedores, Julián de Nicolás, de 43 años, lo tiene. Se cayó, pero se ha vuelto a levantar. Hace más de 10 años montó una pequeña cadena de restaurantes mexicanos. Había estudiado económicas y tenía el gusanillo del emprendedor. "Así que busqué la gran idea. Miré a mi alrededor, y me decidí por el sector del ocio. Y entonces me crucé con un distribuidor que me ofrecía productos mexicanos", recuerda. Y se le encendió la bombilla. Montó tres restaurantes. Y le fue mal. La aventura duró dos años. Por el camino perdió dinero. "No fue lo peor. En un proyecto así también inviertes ilusión y mucho tiempo, que le robas a tu vida privada", explica con amargura. Al escucharle hablar se nota que lo que más le dolió fue perder a sus socios. Porque eran amigos. Pero es que, según aprendió, el mejor amigo no es siempre el mejor compañero empresarial.

No sólo aprendió eso. "Para empezar, ahora sé que me faltó un buen análisis de viabilidad y de riesgos. Cuando tienes una idea, no puedes enamorarte de ella sin más. Porque entonces no ves la realidad y crees que tu plan de negocio lo puede aguantar todo", razona. Al menos, se premia, él supo cuándo parar. Escapó de "la trampa del endeudamiento", de seguir huyendo hacia delante y construir una torre enorme con pies de barro.

Después del cierre, pasó 10 años trabajando principalmente para otros. Tenía que recuperarse del golpe. Después probó de nuevo. Y cree que lo ha conseguido. Le quita hierro a los problemas que se ha encontrado por el camino porque dice que, cuando se consigue, la satisfacción es más grande que cualquier obstáculo. "El que tiene el gen del emprendedor no puede evitarlo. Hará lo que haga falta para volver a tener otra oportunidad", dice entre risas. La nueva "gran idea" se llama Supraesport. Lleva dos años fraguándola a fuego lento. Es un centro deportivo en Sevilla, que espera que pronto se convierta en una cadena, con la apertura de dos establecimientos este año. "Salga bien o mal, volveré a emprender otra vez. Cueste lo que cueste", advierte.

Cristina Delgado para El País.

Explotación remunerada

Explotación remunerada

"Nadie es más esclavo que quien falsamente cree ser libre" (Johann W. Goethe)


Para millones de españoles hoy es un día triste: mañana vuelve a ser lunes. A primera hora sonará el despertador y se levantarán de la cama a regañadientes para ir a trabajar, entrando en una rueda de la que no saldrán hasta el viernes por la tarde. Y dado que las empresas siguen creyendo que la "gestión tóxica" de sus colaboradores es la más eficiente para multiplicar sus tasas anuales de crecimiento y lucro, para muchos la palabra "trabajo" sigue siendo sinónimo de "obligación", "monotonía", "cansancio", "aburrimiento" y "estrés".

De hecho, la gran mayoría de la población activa española trabaja porque no le queda más remedio. Es una simple cuestión de supervivencia económica. Por medio del control del capital, que se traduce en el pago de salarios a finales de cada mes, las empresas se han convertido en las instituciones predominantes de nuestra era. No sólo condicionan y limitan nuestro estilo de vida, sino que son dueñas de nuestro tiempo y de nuestra energía. Incluso hay quien dice que la esclavitud y la explotación no se han abolido. Tan sólo se han puesto en nómina.

Como consecuencia de este contexto socioeconómico, cada vez más trabajadores detestan su empresa, no soportan a su jefe y odian su profesión. Lo cierto es que muchos están dejando de creer en la felicidad. Basta con ver la cara de la gente por las mañanas en los vagones del metro o en los atascos de tráfico. Algunos sociólogos afirman que padecemos una epidemia de "falta de sentido", lo que a su vez está ocasionando una enfermedad psicológica, más conocida como "vacío existencial". Debido a esta saturación de insatisfacción colectiva ya hay quien nos define como "la sociedad del malestar".

Esta situación es especialmente alarmante en el ámbito de la consultoría, la auditoría y los grandes despachos de abogados. Lo curioso es que se trata de sectores donde, en general, los profesionales han tenido la oportunidad de estudiar en la universidad y de cursar un MBA en alguna escuela de negocios. Y no sólo eso. A diferencia de la mayoría, los jóvenes de entre 22 y 30 años de edad que ahora mismo pueblan los despachos de estas corporaciones han gozado del privilegio de elegir su carrera profesional.

A pesar de trabajar en conocidos edificios de oficinas y de vestir elegantes trajes y corbatas, son sectores profesionales donde la explotación está a la orden del día. En el contrato laboral de estos jóvenes ejecutivos se estipula que el horario es de nueve de la mañana a siete de la tarde, pero normalmente hay tanto por hacer que nadie se marcha antes de las nueve de la noche. En algunos casos, la jornada se alarga hasta las dos de la madrugada. Con el tiempo, muchos se acostumbran, como si no tuvieran alternativa.

Cuando las puntas de trabajo disminuyen, tan sólo los empleados más valientes se atreven a salir a su hora, siendo demonizados por sus jefes y ganándose, además, la desaprobación de alguno de sus compañeros. De ahí que prevalezca el calentar la silla, que consiste en quedarse sentado delante del ordenador haciendo ver que se trabaja hasta que empieza a irse todo el mundo a casa. Como antídoto contra el aburrimiento, muchos navegan y chatean durante esas horas muertas por las redes sociales, entre las que destaca Facebook. Están de cuerpo presente, pero de mente y corazón ausentes.

Otro rasgo en común de este ámbito laboral es la falta de ilusión, de motivación e incluso de interés por el trabajo que se desempeña a lo largo del día. Muchos profesionales reconocen que no saben cuál es su función ni su cometido, y otros, debido al cansancio acumulado, van literalmente arrastrándose por los pasillos. En general, muy pocos creen en lo que hacen. Pero siguen fichando cada lunes. Dado que no han descubierto cuál es su propósito existencial ni su vocación profesional, terminan atrapados en las mazmorras del conformismo y la resignación. No les gusta lo que hacen, pero tampoco tienen ni idea de lo que les gustaría hacer. Y esta falta de dirección y de sentido los mantiene anclados en el malestar.

Eso sí, desde fuera, su profesión es valorada, reconocida y respetada por la sociedad. Sin embargo, esta percepción social no tiene nada que ver con la realidad. Estos jóvenes ejecutivos malviven presos en jaulas de oro. Al no cuestionar su situación, ni atreverse a seguir su propio camino en la vida, son víctimas y verdugos de sí mismos, de sus miedos e inseguridades. Y mientras tanto, en los despachos de arriba, donde habitan los altos directivos que los controlan, hace tiempo que se les bautizó perversamente como "tontos útiles".

Por un sueldo medio de entre 1.100 y 1.800 euros al mes -una miseria en relación con lo que sus empresas cobran a los clientes por sus servicios-, estos jóvenes entregan literalmente su vida a la corporación que representan. Algunos llevan quemados tanto tiempo, que terminan causando baja por depresión, abandonando este tipo de organizaciones por la puerta de atrás. Pero muchos se quedan toda la vida, subiendo un escalón tras otro por una escalera que creen que les conducirá al éxito y, en consecuencia, a la felicidad. Sin embargo, por el camino se pierden a sí mismos.

Desconectados de los valores que nos hacen verdaderamente humanos, finalmente llegan hasta la cima, donde son nombrados socios y remunerados con abultados sueldos. Y desde su nueva posición de poder imponen las mismas nocivas condiciones laborales a sus colaboradores, reproduciendo una cultura organizacional tan destructiva como carente de sentido. Para estos ejecutivos mañana todo volverá a comenzar. Y muchos de ellos, nada más reencontrarse en la oficina, se saludarán de forma breve, pero elocuente:

-¿Cómo estás?

-De lunes. ¿Y tú?

-Con ganas de que llegue ya el viernes.

Borja Vilaseca

El Estado de bienestar va rumbo a la UVI

El Estado de bienestar va rumbo a la UVI

La crisis y la foto demográfica ponen en tensión las cuentas públicas en España - Se impone un nuevo contrato social


La Gran Recesión tenía que cambiarlo todo: el mercado libre o libertino, el dominio de una casta con mucho más dinero que sentido común, los excesos del capitalismo de casino. Una ola de intervención pública -de más Estado- cuando peor iban las cosas evitó una Gran Depresión. Irónicamente, sus consecuencias devuelven el péndulo cerca de donde estaba: "Una crisis que puso en duda el futuro del capitalismo acabará por poner en duda el futuro del Estado", ironiza desde Washington el sociólogo Norman Birnbaum. Al final, la Gran Recesión va a traer algunos cambios, pero por donde menos se esperaban: la crisis cuestiona las dos o tres grandes ideas que ha aportado Europa en el último medio siglo. Una de ellas es la construcción europea, amenazada por el ascenso de un populismo derechista, por la insolidaridad de Alemania en la tragedia griega, por ese sálvese quien pueda que deja muy tocado el euro. Relacionada con la anterior, la otra idea en crisis es el Estado de bienestar. EE UU lo amplía y en Europa (y particularmente en España) hay presiones para reducirlo. El mundo al revés.

La diferencia entre la felicidad y la miseria, decía Charles Dickens, reside en no gastar sistemáticamente más de lo que uno ingresa. Y eso es lo que sucede ahora. ¿Puede España garantizar su Estado de bienestar tras el derrumbe de un modelo económico antaño burbujeante?

La respuesta arquetípica en economía, y puede que en política, es un melancólico depende. Pero no es aventurado decir que vienen curvas: los ajustes (sin eufemismos: recortes de gasto y subidas de impuestos) son impepinables a corto plazo si como hasta ahora mandan los mercados. Aunque, atención: de ser así se corre el riesgo de truncar de raíz una recuperación que ni siquiera ha comenzado aún. Y a más largo plazo, el debate de nunca acabar de las reformas estructurales deberá traducirse en algo tangible. En plata: más recortes. Una vez más, eso es lo que sucederá si los mercados siguen dictando el guión, y no está claro que los políticos puedan (y ni siquiera que deban) llevarles la contraria: ahí está el caso de Grecia, tan diferente pero también tan amenazador. A corto, a medio y a todos los plazos, eso, en pocas palabras, son malas noticias. Conflictos a la vista.

A mediados del pasado siglo se ponen los cimientos de una forma europea de entender el capitalismo que incluye sanidad y educación universales, y lo que en su momento fue una revolución: las pensiones. Seguridad desde la cuna hasta la muerte. En España eso empieza más tarde, pero se desarrolla con rapidez: "En sólo tres décadas se ha puesto en pie un edificio que aún no es comparable con el Estado de bienestar de los países nórdicos, ni siquiera de los centroeuropeos, pero con unos estándares aceptables", asegura Jesús Fernández-Villaverde, de la Universidad de Pensilvania. "El problema es que, con el tiempo, el Estado -y las autonomías, que no son más que eso mismo: Estado- hace cada vez más cosas porque la riqueza del país se multiplica, la población aumenta y demanda más servicios, la esperanza de vida sube. Y en paralelo, izquierdas y derechas se meten en una carrera de reducción de impuestos con el argumento falaz de que eso se traducirá en más actividad económica y a la postre más recaudación. Hasta que ese edificio se viene abajo con la crisis, que de alguna manera va a obligar a repensar ese contrato social que llamamos Estado de bienestar", asegura el profesor del IESE Alfredo Pastor, ex secretario de Estado de Economía socialista.

Hay varias ideas profundamente equivocadas que contaminan todo este debate. Para empezar, esa historia que oímos constantemente de una economía europea estancada en la que los impuestos elevados y los beneficios sociales generosos han eliminado los incentivos y detenido el crecimiento y la innovación, se parece poco a los hechos. "La lección de Europa es en realidad la opuesta a la que cuentan los conservadores: Europa es un éxito económico; la democracia social funciona", escribía en estas páginas hace tres meses el Nobel Paul Krugman. Los equívocos tienen, además, versiones puramente españolas, basados en prejuicios o incluso en errores intencionados. Hecho: el peso de los funcionarios sobre el total de trabajadores es en España menor que en las economías con las que se compara. Hecho: el peso del gasto público total es inferior; no llega a la media de la OCDE ni en sanidad, ni en pensiones, ni en educación ni en prácticamente nada. Hecho: los impuestos son menores, la presión fiscal es muy inferior a la de los países con cuyos Estados de bienestar quiere compararse el español.

"España quiere ser Suecia y a la vez EE UU: quiere flexibilidad y bajos impuestos, como los estadounidenses, y a la vez un gasto social elevado y un Estado de bienestar impecable, como los suecos. No se puede ir en las dos direcciones: hay que escoger", critica André Sapir, de Bruegel. Y más ahora. Las huellas de la crisis van a ser profundas en términos de paro, empobrecimiento de las clases medias y desigualdad, pero también en lo relativo al déficit y la deuda.

Cuando alguien ha estado al borde de la muerte eso le hace revisar sus prioridades y valores: el capitalismo lo estuvo en algún momento de octubre de 2008, tras la caída de Lehman Brothers; ahora son algunos Estados -y España está en esa lista negra- los que se enfrentan a una situación potencialmente devastadora. Es el momento de repensar algunas cosas. "En España y en otros países mediterráneos los Estados de bienestar son muy ineficientes, y además no mueven suficientes recursos de ricos a pobres", critica Alberto Asesina desde Harvard. "Es necesaria una combinación de reducción del fraude, recortes en el gasto y reformas que no perjudiquen a los más desfavorecidos. Hay muchos grupos sobreprotegidos (desde el improductivo funcionariado a los prejubilados de 50 años) cuyos beneficios deben ser reducidos", afirma donde más duele.

Desde dentro, los economistas consultados abogan por recetas similares, pero no es nada fácil ponerle el cascabel al gato. Un día, 100 destacados economistas proponen una reforma laboral con medidas de flexibilización; al día siguiente salen 700 diciendo prácticamente lo contrario. Esa misma polarización se da en la arena política con la educación, con las pensiones, con el sistema de salud, con todo. La capacidad de consenso pareció acabarse con los Pactos de la Moncloa. Pero al menos hay un cierto acuerdo en los boquetes de ese edificio. Ignacio Zubiri, de la Universidad del País Vasco, describe algunos: "Es intolerable que el ex director general de una entidad financiera cobre el paro, es inadmisible que las ayudas a la natalidad sean exactamente iguales para un Botín que para alguien sin apenas ingresos, es inaceptable la supresión del impuesto sobre el patrimonio o las enormes rebajas en sucesiones, o la tributación de las Sicav, o en general la cada vez mayor falta de equidad del sistema fiscal, y es imprudente que algunas pensiones no contributivas no se financien vía impuestos, o que nos jubilemos a los 62 años: eso es insostenible porque, al fin y al cabo, como país somos más pobres, bastante más pobres de lo que creíamos. Hay que redefinir el Estado de bienestar, dirigirlo a quien realmente lo necesita".

Luis de Guindos, ex secretario de Estado con el PP, asegura que hay margen para retocar "la inversión pública, los sueldos de los funcionarios (teniendo en cuenta que no son precisamente ellos quienes van a perder el empleo y que algún genio aumentó su sueldo el 3,7% en 2009), hay margen de mejora en la gestión de las autonomías en sanidad y educación, y se pueden tocar aspectos de las pensiones como la ampliación del plazo de cotización. Nos jugamos mucho si eso no se hace y España sigue perdiendo credibilidad fiscal".

En fin: la diana señala a los funcionarios y tal vez a los futuros pensionistas, a la inversión pública y a las subidas de impuestos: "Eso es tan desafortunado y tan triste como necesario", afirma categórico el catedrático de la UPF Guillem López-Casasnovas, uno de los grandes expertos españoles en Hacienda Pública. "De lo contrario hay serios riesgos de tener una crisis fiscal a la griega", abunda. No hay comidas gratis: una economía que ha vivido por encima de sus posibilidades debe purgar sus excesos tarde o temprano. "La clave será repartir las cargas de la crisis: hay que poner sobre la mesa varias píldoras muy duras de tragar. Y hacer que toda la factura recaiga en sindicatos, funcionarios y beneficiarios del gasto social sería inaceptable: hay que subir impuestos a las rentas altas para que el ajuste no penalice mayoritariamente a las clases populares", señala López-Casasnovas.

Y aun así, eso apenas vale para salir del paso, de esa ratonera fiscal en la que ya está metida Grecia. La parte del león del gasto se va en pensiones, sanidad, educación y subsidios de paro, y se iría también en gastos sociales si la dependencia fuera algo más que una ley. A pesar del agujero en las cuentas públicas, el grueso del Estado de bienestar no puede permitirse estar en crisis porque sus prestaciones ya son reducidas. No parece fácil bajarle el sueldo a un país de mileuristas para que la economía gane competitividad, como piden algunos premios Nobel. Y la misma lógica vale para el Estado de bienestar: es tremendamente difícil recortar las pensiones cuando la pensión media es tan baja (775 euros). Ni uno solo de los 15 economistas, sociólogos y políticos o ex políticos consultados para este reportaje cree que haya que rebajar los servicios fundamentales.

"Reducir el gasto en educación sería un desastre: España ya ocupa pésimos puestos en términos de fracaso escolar, paro juvenil o competitividad como para planteárselo", apunta el ex ministro socialista Jordi Sevilla. "Lo mismo ocurre con sanidad y pensiones; por ahí sólo es posible actuar desde las reformas estructurales, desde el pacto y con la seguridad de que los efectos sólo llegarán a largo plazo: reconversión industrial del modelo sanitario (un debate serio sobre el copago, una reforma focalizada a tratar a los enfermos crónicos y a los dependientes), retoques en las pensiones (ampliación selectiva de la edad de jubilación, financiación con impuestos) y evidentemente una reforma laboral", añade Sevilla.

El sociólogo Gregorio Rodríguez Cabrero considera que los recortes, además, pueden ser contraproducentes. "El gasto en educación, sanidad y servicios sociales es una gran fuente de empleo, contribuye a generar demanda, incrementa la productividad: es una inversión social de futuro y aumenta el bienestar del presente. El fetichismo del déficit aboga por la contención del gasto, pero la obsesión por el déficit será una fuente potencial de conflictos sociales", advierte.

En el fondo, tras la supuesta crisis del Estado de bienestar se esconde un jugoso debate ideológico de fenomenales consecuencias para la ciudadanía. A un lado, los mercados, los bancos y una parte de los economistas, advirtiendo del negro futuro de un país con un déficit que supera el 10% del PIB. Al otro, quienes piensan que el debate está excesivamente viciado por la sostenibilidad financiera, por el economicismo, por quienes sostienen que las matemáticas del déficit definen la agenda política por una combinación de cobardía y miopía política.

Vicenç Navarro, de la Pompeu Fabra, es uno de ellos. "Mientras EE UU contrata a miles de funcionarios, aprueba una reforma sanitaria a la europea y sale con ello de la crisis, España decide recortar el 80% la oferta de empleo público, se obsesiona con el déficit, ve como algo inevitable la cura de adelgazamiento del Estado. El problema de España no es la deuda pública, sino el paro. ¡Un 20%, un 40% de paro juvenil! El Gobierno toma la línea opuesta a la que recomiendan organismos tan poco sospechosos de izquierdistas como el FMI: no retirar estímulos hasta que salgamos de esta". "Además", añade, "es urgente una subida de impuestos a las rentas altas que acabe con la falta de progresividad en el sistema fiscal, para gastar ese dinero en empleo público y en estimular la demanda", avisa Navarro, en una tesis que defiende también -con matices- Josep Borrell: "Sistema fiscal y Estado de bienestar están directamente relacionados; es un error reducir una parte y pensar que la otra no se va a ver afectada".

Y aún hay una tercera vía en el debate: quienes afirman que cierta izquierda ha agotado su discurso, ha muerto de éxito. "El Estado de bienestar no está en crisis: lo que está en crisis es la lógica sobre la que fue creado, sobre un modelo de sociedad que ya no existe, con personas que empezaban a trabajar a los 20 años, cotizaban más de 40 y tenían una esperanza de vida de seis meses desde el momento en que empezaban a cobrar una pensión", ataca el ex ministro socialista José María Maravall. "Cincuenta años más tarde, la izquierda está sin ideas y se empeña en mantener el carácter totalmente universal del Estado de bienestar, defiende las rebajas de impuestos, y con ello se dejan como intocables cosas como pensiones no contributivas en el barrio de Salamanca, como grandes banqueros que se van al paro y cobran prestación, como pensionistas multimillonarios que no pagan por las recetas, por poner sólo algunos ejemplos hilarantes. Es el momento de revisar aspectos antidistributivos del Estado de bienestar. Pero no parece que haya coraje para eso".

Moisés Naím, director de Foreign Policy, tercia en la polémica entre más Estado o más mercado, decantada a favor del segundo en los últimos tiempos. "El reto no es Estado o mercado, es combinar ambos: ya se ha visto que no funcionan por separado. No hay recetas simples: el Estado no puede jugar el mismo rol en la sanidad que en las telecomunicaciones, en defensa que en la regulación del sistema financiero. El desafío del Estado de bienestar europeo es responder a los retos que supone la evolución de la demografía, de una economía política de derechos adquiridos que tal vez no se pueden mantener y a la distribución de poder entre generaciones, entre regiones y entre sectores ante las amenazas que deja la crisis".

Hay polémicas que surgen en cuanto se abre ese debate sobre Estado y mercado: el exceso de televisiones en algunas comunidades autónomas; los informes absurdos y costosísimos que encargan las administraciones; los sueldos de los centenares de asesores que pululan alrededor de los Gobiernos central, autónomo y local; ese funcionario a quien todo el mundo conoce que se pasa el día mano sobre mano; la ineficiencia rampante de una parte del sector público, esas cosas. Cientos de conductores de autobús recibieron la baja médica en la última huelga de transportes de una de las grandes capitales españolas. Ejemplos como ese afectan a la calidad del sector público, "pero sobre todo a la moral de la tropa", se queja Josep Oliver, catedrático de la Autónoma de Barcelona. "La crisis nos deja por delante un trabajo titánico: mejorar factores como la competitividad o el absentismo en el funcionariado para redescubrir la función pública. Hay que ganar eficiencia y evitar el fraude, eso es evidente, nadie puede oponerse a eso, y sin embargo ningún partido ha conseguido avances en décadas: no debe ser tan fácil. Además, ese no es el problema: el grueso del dinero no se escapa por la falta de competitividad del sector público, por el segundo canal de una televisión pública, ni siquiera por los centenares de miles de millones de asesores políticos. Eso es meter ruido en el debate para no llegar a ningún sitio. El grueso del dinero se va y se irá en educación, sanidad y pensiones, y eso no va a bajar, no puede bajar, no debe bajar", señala Oliver. "Eso sí, no se puede gastar por sistema más de lo que se ingresa, y hay que gastar mejor para que no parezca que el dinero se desvanece, que desaparece", cierra. La frase de Dickens, felicidad o miseria, es de David Copperfield, personaje de novela convertido hoy en un mago venido a menos. El Estado de bienestar español se enfrenta también a una mutación. Veremos en qué acaba.

Claudi Pérez para El País.

Silencio de Dios

Silencio de Dios


No abrió la boca, como un cordero era llevado al matadero. No protestó, no se defendió… Lo que no he robado, ¿lo tengo que devolver? No. Ese día la voz que se oyó fue la del pecado. Vociferante, arrogante, gritón, tratando de acallar la otra voz; la del amor, la de la justicia, la del Reino, la de la liberación, la de la bienaventuranza. El pecado que disimula su miedo con la fuerza, su lodo con sangre ajena, su vaciedad con ruido y su abuso con indignación… ¿Habéis oído? ¿Qué necesidad tenemos de testigos? ¿Habéis oído? ¿Habéis oído de verdad? Por supuesto que no. Sólo habéis oído lo que queríais oír, lo que estabais esperando, sin entender nada. Ya tenéis vuestra excusa, ¿qué necesidad tenéis de testigos? Ya podéis acusarle y quedaros tranquilos. Ya podéis sentiros justos mientras herís al justo. Es tiempo para el ruido de las armas, cuando lo único que se oye del inocente es su grito, y hasta este se atenúa… Lo sacaron fuera de la ciudad. Son tantas las voces del pecado que se dan cita en estos juicios del siervo que pueden formar un coro, una gran coral que provoque la sonrisa complacida del mal, extasiado con esta armonía perversa. Crucifícalo, se grita desde la docilidad, desde la sumisión a otros que piensan por todos y desde la indiferencia que pide carnaza. Queremos a Barrabás, y al violento y al fuerte, al bello y al que triunfa, al rico y al brillante, al que siempre cae de pie. Queremos a Barrabás, no al justo. Las barrabasadas son simpáticas ahora. Si le liberas no eres amigo del César… en cambio si le condenas, a pesar de que sabes que es inocente, a ti te irá mejor. ¿Y no se trata de eso? Que te vaya muy bonito. Que te vaya muy, muy bonito. Porque lo que importa eres tú. Tú. Tú. Tú. Tú. Yo. Yo. Tu seguridad la estás pagando con sangre ajena, pero lávate las manos y la memoria. Grita también el miedo: Yo no lo conozco, nunca he estado con él, adiós, mi amigo, no soy valiente como tú, ahora estás solo. Tal vez algún día reúna las fuerzas, el coraje, para que me salga una voz distinta, discordante en este coro fúnebre. Pero hoy me vence el temor que deja lágrimas y culpa. Habla la mentira, aunque se enreda en su propia malicia, y no se ponían de acuerdo en sus acusaciones. ¿Y qué más da? ¿No está todo claro ya? Ya se sabe qué verdad interesa. El resto es pantomima. Habla la crueldad, que es fuerte con el débil y aduladora con el poderoso. Adivina quién te ha pegado, ja, ja, qué divertido, qué grotesco, qué gracioso, qué burlón. ¿No debería poder librarse si es quien dice ser? Es un fraude, proclama, ufana, la necedad. Crucifícalo, crucifícalo, pero bien lejos. Sácalo de nuestra vista, que aquí es incómodo. No tenemos más rey que al César. Entonces que hablen los golpes, y los clavos.

Este griterío, esta algarabía inhumana ¿acalla acaso la voz que tendría que oírse…? En silencio atraviesa el mundo el sollozo desgarrado de un Dios y de tantos hijos suyos… un silencio más estruendoso que el vocerío del mal, aunque ahora no lo parezca. Porque la Vida no es esto de hoy. Calla el amor. Calla la misericordia. Callan el bien y la justicia. Callan el Reino y la paz. Calla el hermano. Callan la caricia y el milagro, la ternura y la confianza. Calla Dios, tras revelarse. Yo soy. Amén.

José María R. Olaizola, sj

Óscar Romero

Óscar Romero

Monseñor Oscar A. Romero fue asesinado el 24 de marzo de 1980


Si por algo admiro a Romero es porque fue capaz de escuchar a Dios olvidándose de sus prejuicios e ideas. Salió de su mundo y sus tareas para vivir volcado en las necesidades de los más débiles. Desde que dejó que la realidad entrara en su corazón –y su oración- se fue enamorando, o mejor dicho reencontrando, con su pueblo, y pudo reconocer en él a los favoritos de Dios.

Miles de personas escuchaban cada domingo sus homilías emitidas por radio. Hablaba de Dios y del pueblo. Predicaba una Buena Noticia arraigada en su realidad y sus esperanzas. Fue voz de los campesinos explotados y altavoz de las injusticias que el gobierno acallaba. Fue la conciencia de muchos que tenían la suya dormida, y sus intereses como único criterio –los que con un disparo en el corazón creyeron acallar también aquella nueva conciencia.

No puso en riesgo su vida porque fuera valiente o intrépido; al contrario, siempre fue tímido e inseguro, aunque consciente del probable final de su vida. Pero no podía renunciar ni a su fe ni a lo que ella le empujaba. No podía dar la espalda a la realidad sufriente que veía a diario.

Muchas veces me pregunto dónde están los Romero de hoy. A cuántos dejo de escuchar para no recordar demasiado a menudo que éste sigue siendo un mundo esencialmente injusto. Para no inquietarme con la idea de que estoy entre los privilegiados que consciente o inconscientemente dejamos al margen a muchos hermanos nuestros, privándoles de sus recursos y sus oportunidades de cambio.

Pero también aprendo en Romero que mirando la realidad desde Dios, mi vida puede transformarse. Que mirando a los hombres y mujeres como hermanos puedo descubrir el sentido profundo de palabras como encarnación, bienaventurados, misericordia, justicia. Que las decisiones que cambian de verdad mi vida no dependen de mis fuerzas, sino de dejar que Dios haga en mí. Un Dios que se hace doblemente presente en mi vida desde la oración y el mundo. Dos caminos que nunca pueden separarse y que unidos me invitan a tomar partido en este mundo injusto desde mis posibilidades, capacidades y limitaciones. Y sobre todo Romero me recuerda que el Dios en el que creo es un Dios de esperanza y vida, para el que la muerte y el sufrimiento nunca tienen la última palabra, sino su deseo de salvación para todos los hombres.

Roberto Arnanz en pastoralsj.org